Joaquín, Paula y José.
Eran tres bebés que nacieron en la postguerra, en la Extremadura profunda, en
una pequeña aldea llamada Montemolín, al sur de Badajoz. Grandes trigales se
extienden a ambos lados de la carretera sinuosa que conduce al pueblo, que se
alarga a los pies de su castillo, a la sombra de muchos siglos de historia.
Los tres hermanos pasaron
por la vida como tres estrellas fugaces, que con velocidad surcan el cielo y
desaparecen, apagándose su fulgor en la inmensidad. Del cálido refugio del
vientre materno salieron a una existencia dura y hostil para pelear durante una
vida que tan solo duró unas pocas horas o unos cuantos días. Nacieron con su
sistema inmunológico muy débil y no soportaron las exigencias de una vida
destinada solo a los más fuertes. Sin apoyo médico y sanitario, porque en aquel
tiempo se carecía de medios para hacer frente a las enfermedades, estos bebés
lucharon por sobrevivir. El frío, la pobreza y la falta de recursos los
vencieron.
José, Paula y Joaquín
solo pudieron acariciar con sus deditos un intervalo muy corto de vida. Joaquín
y Paula eran mellizos. Juntos se abrieron a la vida, juntos pudieron paladearla
durante un tiempo breve y juntos, casi de la mano, sus corazones dejaron de
latir. Sus juegos infantiles se limitaron a los meses en que compartieron el
seno de su madre, nadando placenteramente en su vientre. No pudieron disfrutar
del aire puro, ni del sol, ni recorrer los campos y los caminos de su pueblo
natal.
Cuando el primero murió, el
otro, quizás por esa misteriosa complicidad que hay entre los hermanos que son
engendrados juntos, lo siguió a los pocos días. Al año siguiente nació José,
que murió a los pocos meses, como siguiendo el camino invisible trazado por sus
hermanitos mayores.
Juntos reposan los tres,
en la tierra silenciosa del camposanto, bajo el sol y el aire que peina los
trigales que nunca pudieron contemplar.
La vida en la tierra es
un camino; largo para unos, muy corto, fugaz, para otros. Joaquín, Paula y José
iniciaron muy pronto ese otro itinerario, que comienza con la muerte terrena y
que se prolonga por los senderos infinitos del cielo. Sé que, algún día, cuando
yo también termine mi aventura aquí abajo, os encontraré, podré llamaros por
vuestro nombre y miraros a ese rostro, ya resucitado, que no pude conocer.
Nunca pudimos reunirnos todos en la tierra, pero estoy seguro de que llegará el
día en que todos los hermanos nos encontraremos en el cielo.
12 febrero de 2013